jueves, 15 de septiembre de 2011
PEPITO
Golpeó el vidrio del automóvil. Con la mano le indiqué que no necesitaba que limpiara el parabrisas. Cuerpo esmirriado, mirada atónita, el pibe insistió. Intentaba decirme algo. Bajé la ventanilla y le pregunté qué quería. Me respondió: Señor, ¿usted me quiere? Me desconcertó. Creí que buscaba recibir unos centavos. Descendí del automóvil, le hice una suave caricia en la mejilla y me dirigí a la playa. Un día ardiente convocaba a una innumerable cantidad de personas. El cuidador de autos me preguntó si era mi hijo. Le dije que no. Me contó que estuvo expuesto a ser atropellado en la carretera, por donde había estado deambulando casi toda la mañana, como perdido. Miro al pequeño. ¿Tendrá nueve años? En su rostro ahora se esbozaba apenas una sonrisa. Le pregunté dónde estaban sus padres. No tengo, me responde. Te acompaño, le digo; te acompaño hasta la orilla del mar. Me repite: Señor, ¿usted me quiere? Claro que sí, respondo, claro que te quiero, y le tomo la mano. Señor, ¿me deja que lo abrace? Le expreso un sentimiento de afecto apretándole la mano. Insiste: Quiero abrazarlo, señor. Por unos segundos caminamos abrazados, yo con mi mano sobre su hombro, él con su brazo rodeándome la cintura. Un hombre avanza desde la orilla. El pibe lo señala y me pregunta: ¿Y él, me quiere? Antes de que yo pudiera decir algo, aquel hombre lo llama: ¡Pepe! El chiquilín me suelta la mano y corre hacia él. El ruido de las olas que rompen en la playa apaga las palabras que aquél hombre parecía gritar. Solo queda golpeando mi oído el nombre del niño: ¡Pepe!, ¡Pepe! Los veo caminar, uno al lado del otro, hacia la ruta. El sol incendia mis espaldas. Siento el corazón golpearme el pecho como un émbolo enloquecido.
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