lunes, 29 de agosto de 2011

Cuentos editados . El Instante propicio

Le dolía el cuerpo al Beto, temblaba de frío sobre el cemento húmedo, estremeciéndose, como si continuara recibiendo las patadas de Remolacha. Tanteaba el suelo inmundo, buscando algo. Para el instante propicio lo voy a necesitar, un instante de veinte minutos, sabía el Beto. Compañeros, no hay que gritar, muérdanse los labios. Es mejor no abrir la boca, escuchan hasta lo que pensamos, le habían dicho. El Beto sabía: nuestro grito los enardece, que griten ellos no más. Saludan a los gritos, mandan a los gritos, forman fila a los gritos, se enumeran a los gritos. Si no copiamos sus códigos, es probable que se aplaquen, pensó el Beto cuando lo tiraron ahí, desnudo, mordiéndose los labios para no gritar. Soportó los culatazos y las patadas de seis borceguíes, apretándolo contra el piso del Falcon, conteniendo el grito. El grito los enardece, que griten ellos pensaba cuando cayó en el vértigo final.

Ahí tirado, sobre el cemento frío, ahí tirado, desnudo su cuerpo, dolorido el Beto, sobre el piso de cemento azogado como el mar al anochecer, o en el alba, pispiando el Beto por debajo de la capucha, los ojos hinchados, esa tenue línea de luz bajo el portón de chapa acanalada, como la claridad de horizonte que marca el inicio de crepúsculo, el instante propicio, veinte minutos, allá. Veinte siglos, pensó el Beto, tanteando el piso, buscando algo. Una eternidad desde que lo tiraron ahí, desaparecido el espacio, el tiempo desaparecido, desaparecido. Y las voces, las voces. Las voces deambulando por su mente, como fantasmas. Madre recitando Juana de Arco en la Hoguera: “J´ai perdue, cést a dire que j´ai gagnée” y Remolacha: “¡Ahora te llamás X35, pelotudo, borrate del marote tu puto nombre!” Matemos a Cronos, papá. Mi padre en el puente del petrolero, sextante en mano, señalando el horizonte. Es el instante propicio, Betún, cuando el horizonte y las estrellas conviven en los crepúsculos. ¿Propicio para qué, papá? Para bajar las estrellas con el sextante, hasta el plano del horizonte. Tres estrellas bastan para ubicar el punto exacto en donde estamos. ¿Bajar las estrellas, papá? Bueno, en el idioma de los navegantes. ¿Y dónde estamos, papá? Tantea el suelo buscando algo para el instante propicio, cuando el horizonte y las estrellas conviven en el cielo en la naciente claridad del alba o en la declinante luz del crepúsculo vespertino. El Beto escudriña a ras del suelo, bajo la capucha, los ojos hinchados, la línea horizontal que filtra el portón y las pequeñas esferas de los agujeros de balas disparadas para divertirse, ellos, que simulan ejecuciones cuando el dolor no quiebra. La mano buscando el sextante, hasta desfallecer nuevamente.

La eternidad transcurre, fluye como un río que no pasa dos veces por el mismo lugar, dijo alguien. Los gritos bajaron de tono, el Beto asombrado por el trato amable, comida caliente, el Beto no pudiendo creer en las albóndigas que flotan en el plato de sopa, y la papa, medio cruda, pero papa, ché, papa y membrillo de postre, el Beto pudiendo contar, ahora, marcando con la uña en la roña del piso, cada comida recibida. Una comida por día, conjetura. Ya pasaron nueve días. Se les habrá dado vuelta la torta. El pueblo unido jamás será vencido.

Remolacha apareció al décimo día. Te vamos a trasladar, X35. ¿A dónde? A un granja, en el Chaco, para rehabilitarte. ¿Y mi compañera?, se atreve a preguntar. También, a la misma granja. Remolacha adivina la próxima pregunta. Al pibe lo entregaremos más tarde, anticipa, cuando estemos seguros de que se dejarán de joder les entregamos el pibe. Era como para seguir sonsacando. Pero la cara de Remolacha inspiraba terror.

Por la noche, que el Beto reconocía por los silencios más prolongados, comenzó el movimiento. Cuchicheos, arrastrar de muebles, percusión de tacos, a media voz las órdenes, y los gemidos de siempre. Y ahora el ronronear de motores y el insoportable olor a gasoil quemado. A éste metémelo en el primer camión. Lo hacinaron al Beto con otros cuerpos hediondos de vómitos, de orina, de pus, que se retorcían quejosos como una masa informe, que se fue calmando, adormeciéndose la masa, mientras los borceguíes pisoteaban, abriéndose paso entre la mierda, pensaban ellos. El Beto sintió el pinchazo en la espalda. Es para tranquilizarte, pibe. Se preocupan, ahora, ¿Viste?, se preocupan ahora, le dijo al de al lado. El camión cruje sobre el empedrado. ¿A vos te parece? ¡Se me callan la boca, carajo, aquí no se habla! Fue lo último que oyó hasta que entre sueños sintió el ruido creciente de otros motores que se acercaban. ¿O ellos se acercaban al ruido de otros motores? El camión se bambolea ahora, como siguiendo una huella de barro profundo, el bramido del motor mezclándose con lo otro, cada vez más cercano, hasta la fusión en un solo ruido atronador cuando se desliza sobre la pista para detenerse al costado del avión que esperaba con los cuatro motores encendidos, la masa informe dormitando serena.

El Beto estiró el brazo, como buscando algo. El brazo flotó en el vacío, en la penumbra del instante propicio. “So run my dreams,¿but what am I? An infant crying in the night”, mamita Hay claridad en el horizonte y brillo en las estrellas. Estrellas abajo y horizonte arriba, horizonte arriba, estrellas abajo, horizonte vertical, estrellas a diestra y siniestra. Si encontráramos el sextante papá, bajaríamos tres estrellas para saber dónde estamos, en el instante propicio.

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