He llegado a una edad que, cuando joven, suponía inalcanzable. Festejar el ingreso al Siglo XXI era mi obsesiva esperanza; debía sobrepasar veinte días los setenta y tres años. En aquellos tiempos sobrepasar los setenta era infrecuente. La cuestión de la edad -del tiempo vivido y el horizonte a alcanzar- fue mi angustia existencial congénita. Cuando aún no dominaba el habla acosaba a los mayores preguntando: ¿Ocho es mucho? La mayoría eludía la respuesta, porque no me entendían, o por lo abstracto de mi pregunta. Quienes me entendían -y atendían- repreguntaban: ¿ocho qué? Y mi respuesta fue siempre repetida y lacónica: Ocho. En mi familia me hice fama de niño raro. Cuando alcancé la edad de la razón dejé de preguntar si ocho era mucho. Hasta la adolescencia ignoré el motivo esencial de mi intriga. Superada esa etapa, la libido y el interés por la filosofía irrumpieron de la mano en mi cotidianeidad. La biblioteca de mi padre me nutrió de los primeros conocimientos (filosóficos). Creo que en un libro de Bergson encontré la respuesta que esperaba. Ese niño quería saber si ocho años eran muchos, porque para él representaban el doble de la edad que tenía y, enfrentado a la gente grande, eran pocos, muy pocos. No me pregunten por qué nunca lo aclaré. Supongo que por timidez, o porque aún no había llegado el momento de reflexionar sobre la relatividad del tiempo. Bergson me alumbró. En mi familia pocos vivieron más de setenta años. En aquel entonces la gente se moría entre los cuarenta y los sesenta. La sífilis, la tuberculosis y los síncopes cardíacos eran los principales responsables. Del cáncer se hablaba poco, quizá por las mismas razones de hoy. Ahora sé que varios ancestros míos pasaron sifilíticos a mejor vida a los cuarenta, pero nadie lo reconoció en mi familia. “Se murió del corazón”, se susurraba en los velorios. El HIV no fue, ni pudo ser, un problema para mí.
Estas cavilaciones me acompañaron buena parte del viaje a Río de Janeiro, al ritmo del traqueteo de un ómnibus poco confortable. Viajar en esas condiciones, un hombre de mi edad, de pasado esplendor y limitados recursos actuales, no fue por el mero capricho de alcanzar un escenario en el que nunca había pensado estar, a no ser por esa compulsión innata de eterna juventud que me dominó siempre, ¡la fuente de Juvencia cantada por mis poetas! Cuando fui joven tuve plena conciencia de serlo y cuidé mi divino tesoro mientras mis amigos lo derrochaban en todo tipo de lujurias. No bebí alcohol, no fumé, no cometí excesos alimentarios; controlaba mi peso y la calidad de mi alimentación. No caí en la tentación de la droga. Hice deportes y fui mujeriego, cuidadosamente mujeriego, no putañero. Me casé tres veces y tuve cinco hijos.
En el viaje trabé relación con mi compañero de asiento, un joven carioca de la edad de mis nietos menores. Se llamaba Beto. Hablaba bastante bien el español. Le conté mi proyecto y le pedí que me ayudara a cumplirlo. Me escuchó atentamente con cara azorada, hasta que me interrumpió:
-Me parece señor que usted desvaría, é um pouquitinho maluco, discúlpeme.
-¿Porque quiero hacer hoy algo que nunca pude? ¿Porque sigo soñando despreocupado del lastre de mis años? ¿Supones que debo contemplar, con la resignación de lo inalcanzable, a los jóvenes que innovan con nuevos deportes que yo haría si tuviera la edad de ellos?
-Usted habrá sido un buen deportista, pero asuma que é um velho y que el tiempo ya pasó.
-Mis fuerzas actuales no me permitirían practicar surf, o kite, o windsurf, o tirarme en paracaídas.
-Obvio, ¿cuántos años tiene usted?
- Voy a cumplir noventa y tres.
-Representa mucho menos, pero a esa edad debería olvidarse de practicar deportes, cualquier tipo de deportes. Se lo digo amistosamente, usted me cae bien.
-Mira Beto, creo que tú podrías ayudar a darme el último gran gusto de mi vida. Un proyecto racional, aunque parezca descabellado, en línea con lo que fui y estimo poder seguir siendo. No padezco locura senil.
Le conté mi idea, argumenté razones, aclaré que no planeaba un suicidio. Había sobrepasado el ansiado Siglo XX y ahora quería seguir viviendo con plenitud y festejar mis cien años de vida. Y cumplir con el sueño metido en mi cabeza desde hace añares. Le conté mi obsesión. Beto mantuvo un largo silencio que rompió diciéndome:
-Tengo un amigo que puede ayudarle, vive en Ipanema, se llama Chico.
Al Terminal nos dimos un fuerte abrazo. Insistió, potenciando su opinión con simpatía, que yo era muito maluco. Me prometió hablar con Chico y aseguró llamarme por teléfono al hotel donde estaría hospedado. Dos días permanecí en la habitación reponiendo energías.
Sonó el teléfono muy temprano. Era Chico. Me dijo que pasaría a buscarme con su Jeep al mediodía, para ir a una playa de Ipanema. Corto diálogo: Llevaré lo que a usted le interesa, digo Le agradezco, Beto le habrá contado, dice. Si, hablamos largamente, digo. Para mí también es una experiencia muy interesante, dice.
Por el demorado tránsito, tardamos más de una hora en llegar a la playa. Durante el trayecto recibí una clase teórica con minuciosidad magistral. Yo, que había pensado tanto en ello, no tuve mayores dificultades de comprensión. Sabía que requería más habilidad que esfuerzo y saber utilizar el impulso contrario, como en el Yudo. Mi contrincante sería la naturaleza y sus fuerzas: el viento, las térmicas, la presión barométrica, la gravedad. Las mías, el aprovechamiento inteligente de todas. Chico fue muy claro: Debes sacar partido de ellas, lo harás sin esfuerzo, cómodamente colgado en posición horizontal, serás un pájaro deambulando por el espacio, te invadirá un goce sensual, alto, agudo, como el instante previo al orgasmo. ¡Olé!, musité entre dientes. Doblamos a la izquierda y enfrentamos la playa. El Jeep se desplazaba como sobre una capa asfáltica. En un claro humano nos detuvimos. Chico extendió telas, barras de aluminio, sogas, ganchos, cinturones de seguridad y armó el artefacto multicolor. Para sujetarlo lo cubría con arena. La calma del medio día no complicó las cosas. Mientras tanto me enseñaba: Tú te cuelgas de acá, pones tus pies allí, te ajustas con esto, te relajas, todo lo que tienes que hacer es aflojar las rodillas cuando toques tierra, lo demás te será fácil, has tripulado veleros. Pasamos el día pregunta va, respuesta viene. Bajo la sombra de un cocotero, sostuvimos esta conversación:
-El Beto me dijo que querías hacer algo imposible para a tu edad.
-¿Y tú, que piensas?
-Pienso que me permitirás confirmar algo de lo que estoy convencido. Serás el conejillo de la india ideal para experimentarlo. ¿Dónde encontrar otro conejo casi centenario?
Reí con ganas.
-Demostraremos –registré la pluralización- que no hay límites de edad para este deporte.
Al atardecer me llevó nuevamente al hotel. Al despedirse me recomendó descansar todo el día siguiente mentalizando las enseñanzas, imaginando las situaciones que podría afrontar y concentrado siempre en la experiencia que iba a vivir. Pasado mañana te buscaré a las cinco de la tarde, el atardecer es la mejor hora, afirmó.
Fue puntual. Subiendo a
Rafael Beláustegui