viernes, 29 de abril de 2011

ATARDECERES

He llegado a una edad que, cuando joven, suponía inalcanzable. Festejar el ingreso al Siglo XXI era mi obsesiva esperanza; debía sobrepasar veinte días los setenta y tres años. En aquellos tiempos sobrepasar los setenta era infrecuente. La cuestión de la edad -del tiempo vivido y el horizonte a alcanzar- fue mi angustia existencial congénita. Cuando aún no dominaba el habla acosaba a los mayores preguntando: ¿Ocho es mucho? La mayoría eludía la respuesta, porque no me entendían, o por lo abstracto de mi pregunta. Quienes me entendían -y atendían- repreguntaban: ¿ocho qué? Y mi respuesta fue siempre repetida y lacónica: Ocho. En mi familia me hice fama de niño raro. Cuando alcancé la edad de la razón dejé de preguntar si ocho era mucho. Hasta la adolescencia ignoré el motivo esencial de mi intriga. Superada esa etapa, la libido y el interés por la filosofía irrumpieron de la mano en mi cotidianeidad. La biblioteca de mi padre me nutrió de los primeros conocimientos (filosóficos). Creo que en un libro de Bergson encontré la respuesta que esperaba. Ese niño quería saber si ocho años eran muchos, porque para él representaban el doble de la edad que tenía y, enfrentado a la gente grande, eran pocos, muy pocos. No me pregunten por qué nunca lo aclaré. Supongo que por timidez, o porque aún no había llegado el momento de reflexionar sobre la relatividad del tiempo. Bergson me alumbró. En mi familia pocos vivieron más de setenta años. En aquel entonces la gente se moría entre los cuarenta y los sesenta. La sífilis, la tuberculosis y los síncopes cardíacos eran los principales responsables. Del cáncer se hablaba poco, quizá por las mismas razones de hoy. Ahora sé que varios ancestros míos pasaron sifilíticos a mejor vida a los cuarenta, pero nadie lo reconoció en mi familia. “Se murió del corazón”, se susurraba en los velorios. El HIV no fue, ni pudo ser, un problema para mí.

Estas cavilaciones me acompañaron buena parte del viaje a Río de Janeiro, al ritmo del traqueteo de un ómnibus poco confortable. Viajar en esas condiciones, un hombre de mi edad, de pasado esplendor y limitados recursos actuales, no fue por el mero capricho de alcanzar un escenario en el que nunca había pensado estar, a no ser por esa compulsión innata de eterna juventud que me dominó siempre, ¡la fuente de Juvencia cantada por mis poetas! Cuando fui joven tuve plena conciencia de serlo y cuidé mi divino tesoro mientras mis amigos lo derrochaban en todo tipo de lujurias. No bebí alcohol, no fumé, no cometí excesos alimentarios; controlaba mi peso y la calidad de mi alimentación. No caí en la tentación de la droga. Hice deportes y fui mujeriego, cuidadosamente mujeriego, no putañero. Me casé tres veces y tuve cinco hijos.

En el viaje trabé relación con mi compañero de asiento, un joven carioca de la edad de mis nietos menores. Se llamaba Beto. Hablaba bastante bien el español. Le conté mi proyecto y le pedí que me ayudara a cumplirlo. Me escuchó atentamente con cara azorada, hasta que me interrumpió:

-Me parece señor que usted desvaría, é um pouquitinho maluco, discúlpeme.

-¿Porque quiero hacer hoy algo que nunca pude? ¿Porque sigo soñando despreocupado del lastre de mis años? ¿Supones que debo contemplar, con la resignación de lo inalcanzable, a los jóvenes que innovan con nuevos deportes que yo haría si tuviera la edad de ellos?

-Usted habrá sido un buen deportista, pero asuma que é um velho y que el tiempo ya pasó.

-Mis fuerzas actuales no me permitirían practicar surf, o kite, o windsurf, o tirarme en paracaídas.

-Obvio, ¿cuántos años tiene usted?

- Voy a cumplir noventa y tres.

-Representa mucho menos, pero a esa edad debería olvidarse de practicar deportes, cualquier tipo de deportes. Se lo digo amistosamente, usted me cae bien.

-Mira Beto, creo que tú podrías ayudar a darme el último gran gusto de mi vida. Un proyecto racional, aunque parezca descabellado, en línea con lo que fui y estimo poder seguir siendo. No padezco locura senil.

Le conté mi idea, argumenté razones, aclaré que no planeaba un suicidio. Había sobrepasado el ansiado Siglo XX y ahora quería seguir viviendo con plenitud y festejar mis cien años de vida. Y cumplir con el sueño metido en mi cabeza desde hace añares. Le conté mi obsesión. Beto mantuvo un largo silencio que rompió diciéndome:

-Tengo un amigo que puede ayudarle, vive en Ipanema, se llama Chico.

Al Terminal nos dimos un fuerte abrazo. Insistió, potenciando su opinión con simpatía, que yo era muito maluco. Me prometió hablar con Chico y aseguró llamarme por teléfono al hotel donde estaría hospedado. Dos días permanecí en la habitación reponiendo energías. La Bahía de Guanabara se extendía más allá del ventanal. Me embelecé con la visión de la infinita playa. Un mapa me informó que los altos edificios en el horizonte eran de Ipanema, donde vivía Chico, y más allá de la Barra de Tijuca reconocí la Piedra de la Gávea. Sobre el mar, salpicado de veleros, descendían parapentes, entre las olas una multitud disfrutaba de todo tipo de deportes, deslizándose sobre tablas en las rompientes, remontando el espacio en barriletes, surcando el mar de pié sobre tablas impulsadas por pequeñas velas, nadando, o zambulléndose bajo las espumas que invadían la orilla. Mi visión se esfumaba en el horizonte. No bajé a la playa, ni caminé por la Avenida Copacabana. No salí de la pieza. Encomendaba emparedados cuando me lo pedía el estómago, y caiphirinhas. Coloqué un sillón frente a la ventana y pasé el día mirando el mar: la vasta extensión de las arenas, la conjunción del verde y el amarillo como en la bandera del país huésped. Y los morros lejanos. Me detenía en la cumbre de la Piedra de la Gávea , atrapado por el espectáculo de las alas delta que lo sobrevolaban, cóndores de un cerro tropical que me transportaban al inolvidable recuerdo juvenil de un cóndor solitario planeando sobre la cima de un volcán andino.

Sonó el teléfono muy temprano. Era Chico. Me dijo que pasaría a buscarme con su Jeep al mediodía, para ir a una playa de Ipanema. Corto diálogo: Llevaré lo que a usted le interesa, digo Le agradezco, Beto le habrá contado, dice. Si, hablamos largamente, digo. Para mí también es una experiencia muy interesante, dice.

Por el demorado tránsito, tardamos más de una hora en llegar a la playa. Durante el trayecto recibí una clase teórica con minuciosidad magistral. Yo, que había pensado tanto en ello, no tuve mayores dificultades de comprensión. Sabía que requería más habilidad que esfuerzo y saber utilizar el impulso contrario, como en el Yudo. Mi contrincante sería la naturaleza y sus fuerzas: el viento, las térmicas, la presión barométrica, la gravedad. Las mías, el aprovechamiento inteligente de todas. Chico fue muy claro: Debes sacar partido de ellas, lo harás sin esfuerzo, cómodamente colgado en posición horizontal, serás un pájaro deambulando por el espacio, te invadirá un goce sensual, alto, agudo, como el instante previo al orgasmo. ¡Olé!, musité entre dientes. Doblamos a la izquierda y enfrentamos la playa. El Jeep se desplazaba como sobre una capa asfáltica. En un claro humano nos detuvimos. Chico extendió telas, barras de aluminio, sogas, ganchos, cinturones de seguridad y armó el artefacto multicolor. Para sujetarlo lo cubría con arena. La calma del medio día no complicó las cosas. Mientras tanto me enseñaba: Tú te cuelgas de acá, pones tus pies allí, te ajustas con esto, te relajas, todo lo que tienes que hacer es aflojar las rodillas cuando toques tierra, lo demás te será fácil, has tripulado veleros. Pasamos el día pregunta va, respuesta viene. Bajo la sombra de un cocotero, sostuvimos esta conversación:

-El Beto me dijo que querías hacer algo imposible para a tu edad.

-¿Y tú, que piensas?

-Pienso que me permitirás confirmar algo de lo que estoy convencido. Serás el conejillo de la india ideal para experimentarlo. ¿Dónde encontrar otro conejo casi centenario?

Reí con ganas.

-Demostraremos –registré la pluralización- que no hay límites de edad para este deporte.

Al atardecer me llevó nuevamente al hotel. Al despedirse me recomendó descansar todo el día siguiente mentalizando las enseñanzas, imaginando las situaciones que podría afrontar y concentrado siempre en la experiencia que iba a vivir. Pasado mañana te buscaré a las cinco de la tarde, el atardecer es la mejor hora, afirmó.

Fue puntual. Subiendo a la Gávea repasamos lo hablado. Desde la plataforma contemplé el mar infinito que se hacía cielo en el horizonte. Vestí mi equipo mientras Chico armaba el pájaro. Subí un peldaño con la ayuda de unos jóvenes, azorados, escépticos. Alcancé a escuchar, esse cara mata. Chico terminó de ajustar el aparejo a mis espaldas. El vacío bajo mis pies no me produjo vértigo. Miré a lo lejos, como me había enseñado Chico. Algunas alas delta aún circunnavegaban entre las nubes del atardecer. Sentí la presión de sus manos en mi espalda, el empujón. Y volé.

Rafael Beláustegui

miércoles, 13 de abril de 2011

INSTRUCCIONES PARA LUCIR Y RECORTARSE EL BIGOTE

 

 

            El bigote es un complemento velludo que decora algunas caras, vacío de utilidad y molesto para compartirlo en la intimidad.  No obstante, mucha gente lo luce, sobre todo  el personal de las fuerzas de seguridad. Tengo experiencia en bigotes, porque los uso desde que comenzó a crecerme vello en la cara. Fui precursor de las barbas juveniles una generación antes de que irrumpieran los Beatles. Sin embargo, mi barba fue efímera. Mi padre vetó la iniciativa, pero no objetó la permanencia de mi bigote. De ellos entiendo mucho, por eso decidí trasmitir la tecnología en un manual de instrucciones. En eso ando en estos días. Vaya este anticipo.

            Una primera advertencia: no cavilar mucho cuando la idea ronde la cabeza. Hay que decidirse, y dejar el cerebro libre para pensamientos más importantes. Ayuda sobrevolar el campo temático observando fotografías de personajes con bigotes famosos, que no es lo mismo que decir personajes famosos con bigotes. Matiz de importancia. Recomiendo estudiar los de Pancho Villa, mostachos machazos; Salvador Dalí, pícaras antenas espigadas; Adolfo Hitler, y su entrecomillado nasal; Groucho Marx, de histriónica facha; Cantinflas, con pelusas en las comisuras labiales; Clark Gable, icono metrosexual  de los primeros tiempos del cine. Hay más. Sugiero aprovecharlos para lograr un amplio panorama de antecedentes, soporte cultural de futuras decisiones. La ojeada debe incluir la morfología de las cejas, porque juegan en equipo.

            El primer paso es dejarse crecer la barba unos diez días, en una zona amplia y generosa, de media nariz para abajo, rasurando el resto. Parecerás  por un tiempo un condenado zaparrastroso. Durante ese lapso repasa fotografías, mírate en  el espejo del baño y forma opinión sobre lo que más te conviene o interesa. Observa con detención tu rostro y las formas, proporciones, y distancia entre sus accidentes relevantes: la nariz, los labios, las orejas, y los ojos, con sus cejas. Evalúa la planicie de tus mejillas, la protuberancia de tus pómulos o, si fuese el caso, la comba de tus mofletes. Graba en tu mente el óvalo o círculo de tu  cabeza. Ubica las solapas laterales del botiquín de modo que los espejos den la mejor perspectiva de tu cara, con perfecta iluminación.

 El segundo paso es sentarse frente a una mesa de dibujo con varios pliegos y carbonillas, y una goma de borrar. Concéntrate. Reproduce el contorno de tu cara grabado en tu mente, todas las veces necesarias hasta lograr la mayor aproximación a la realidad.  Repítelo, descartando hojas, hasta quedar satisfecho. Luego introduce dentro del perímetro los rasgos de tus ojos (con las cejas), la nariz, los labios y las orejas. Respeta al máximo las proporciones y distancias relativas. Borra sin asco todas las  veces necesarias, hasta quedar conforme. Podría suceder que debas volver a fojas cero más de una vez,

 Para el tercer paso, debes conseguir los siguientes adminículos: Una afeitadora de hoja; un peine fino de metal -de los usados para sacarle los piojos a los niños- metálico o de carey, no de plástico; una tijera larga, fina y bien afilada; un encendedor de llama graduable; una piedra pómez; un tintero con acuarela blanca, bien diluida; una cinta adhesiva de color negro - usadas como aislante eléctrico-  de cuatro centímetros de ancho; un frasquito de solvente rebajado; espuma de afeitar; y agua de Colonia. Coloca todos estos elementos sobre la repisa del botiquín. Luego comienza a pintar con la acuarela la incipiente barba que te has dejado. Déjala secar. Prosigue pegando la cinta sobre el labio superior, sin dejar luz, haciendo una muesca para encajar la nariz. Limpia con el solvente la superficie sobrante, aplica espuma de afeitar y aféitala, refresca con agua de Colonia; todo con el cuidado de no despegar la banda negra. Tendrás a la vista un bigote plástico, equivalente a lo que para un escultor es el bloque de mármol para tallar su obra. Estarás en condiciones de evaluar diferentes alternativas para su diseño definitivo.

El cuarto paso es despegar la cinta y observar tu grotesco bigote color cano. Define el diseño definitivo sombreándolo con las carbonillas, tomando como modelo el dibujado en el segundo paso. Cuando estés satisfecho, debes afeitar con cuidado el exceso. Este es el momento más dificultoso. Primero, porque habrás de hacerlo en seco, y te dolerá. Segundo, porque excederse es un error irreparable.

El quinto paso, lograda la forma, es darle la espesura deseada. Dispones de una alternativa: recortar el excedente con la tijera, o quemarlo con la llama del encendedor. En la primera el resultado es más desparejo; en la segunda más uniforme. Yo prefiero la segunda, a pesar del mayor riesgo. La técnica es la siguiente: Con el peine fino sostén el pelo de abajo hacia arriba, dejando sobresalir el tramo que desees eliminar. Con la llama del encendedor, quémalo. El peine de metal impedirá un incendio, pero una toalla húmeda a mano es más que prudente. Hazlo tomando tiempo y cuidado. El resultado será impecable, pero en los extremos habrá pequeñas bolitas de pelos chamuscados. Ahí, interviene la piedra pómez para eliminarlas, emparejar el bigote, y otorgarle una textura aterciopelada. Te permitirá besar los labios más tiernos sin injuria alguna.

Doy fe de que la primera vez es un trabajo difícil. Luego, el mantenimiento es muy sencillo. Sugiero lapsos semanales para prolijear el bigote. No deleguéis esta tarea, los fígaros están para otros trabajos. Es una responsabilidad personal y privada, como la higienización de nuestras partes íntimas.

Espero haber contribuido para que nuestra desalineada juventud ofrezca un mejor espectáculo a nuestros conciudadanos y a la pléyade turística que nos visita.