jueves, 1 de mayo de 2014

ARCE 232 8°B

irrumpe el amanecer
en la ventana que ofreció la noche
rosadas medianeras
apagan palabras
silencian lámparas
distienden abrazos
la misma música es otra
con la claridad del día
minuto de un tiempo alterado
infinitud de soledades
sueños desvanecidos

la cotidiana vigilia
de los ojos abiertos
arrebató la paz

la merecida paz de nuestra petite mort.

PASTOR URDINARRAIN

miércoles, 23 de abril de 2014

CHICO, de PASTOR URDINARRAIN

Cuando joven suponía inalcanzable la edad que hoy tengo. Celebrar el ingreso al siglo XXI fue mi obsesiva esperanza, es decir sobrepasar en veinte días  los setenta y tres años. En aquel tiempo ya superar los setenta era infrecuente. Mi edad y el tiempo que viviría fueron mis angustias existenciales congénitas.  Cuando aún balbuceaba acosaba a los mayores preguntando: ¿Ocho es mucho? Eludían mi respuesta, por no entenderme o por lo abstracto de la pregunta. Quienes me entendían –y atendían- repreguntaban ¿Ocho qué? Mi respuesta repetida, lacónica, fue siempre “Ocho”. Me hice fama de niño raro. Al llegar a la edad de la razón no pregunté más si ocho era mucho. Reprimí el foco mi intriga hasta la adolescencia. La libido y la filosofía irrumpieron en mi cotidianeidad de la mano.  La biblioteca de mi padre me nutrió con los primeros conocimientos. Un libro de Bergson me iluminó. La cifra doblaba mi edad. Para los mayores era poco. No me había llegado el momento para reflexionar sobre la relatividad del tiempo. En mi familia pocos vivieron más de setenta años. En aquel tiempo la gente se moría entre los cuarenta y los setenta. La sífilis, la tuberculosis y los síncopes cardíacos fueron las principales causas. Hoy sé que varios de mis  ancestros pasaron a mejor vida sifilíticos a los cuarenta años. Mi familia nunca lo reconoció. “Murió del corazón” susurraban en los velorios. El HIV no fue, no pudo ser, un problema para mí.
Estas cavilaciones me acompañaron buena parte del viaje a Río de Janeiro al ritmo del traqueteo de un ómnibus inconfortable. Que viajara en esas condiciones un viejo de mi edad de pasado esplendor y limitados recursos actuales, no fue por el mero capricho de alcanzar  un escenario extraño e inalcanzable, fue por esa compulsión innata de eterna juventud que siempre me dominó. Cuando fui joven tuve plena conciencia de ser joven. Cuidé mi divino tesoro mientras mis amigos lo derrochaban en todo tipo de lujurias. No bebí alcohol, no fumé, no cometí excesos alimentarios. Controlaba mi peso y la calidad de mis alimentos. No caí en la tentación de drogarme. Hice deportes. Fui mujeriego. Cuidadosamente mujeriego. No putañero. Me casé tres veces, tuve cinco hijos.
En el viaje me relacioné con mi compañero de asiento, un joven carioca de la edad de mis nietos menores. Se llamaba Beto. Le conté mi proyecto y le pregunté si podía ayudarme. Me escuchó atentamente, azorado. Me interrumpió:
-  Usted señor desvaría um poquitinho.
- ¿Por querer hacer algo que nunca pude? ¿Por seguir soñando despreocupado del lastre de mis años? ¿Debo contemplar con la angustia de lo inalcanzable a los jóvenes que practican nuevos deportes que yo haría si tuviera la edad de ellos?
- Usted habrá sido un gran deportista, asuma que hoy es un viejo. Su tiempo ya pasó.
- Hoy mis fuerzas no me permitirían practicar surf, o kite o windsurf, o tirarme en paracaídas.  
- Obvio, ¿cuántos años tiene usted?
- Voy a cumplir noventa y tres.
- Representa muchos menos. A esa edad debería olvidarse de practicar deportes, cualquier tipo de deporte. Se lo digo amistosamente, usted me cae bien.
- Podrías ayudarme a lograr el último gran gusto de mi vida. Un proyecto racional, aunque parezca descabellado. Alineado con lo que fui y estimo poder seguir siendo. No padezco locura senil.
Le conté la idea. Argumenté mis razones. Aclaré que no planeaba un suicidio. Perseguía seguir viviendo con plenitud, festejar cien años de vida, habiendo realizado lo que tenía en la cabeza. Mi obsesión.    
Beto mantuvo un largo silencio interrumpido para decirme:
- Tengo un amigo en Ipanema que podría ayudarlo. Se llama Chico.
En la terminal nos dimos un fuerte abrazo. Al despedirme me dijo, con simpatía, que yo era bastante maluco. Me prometió hablar con Chico. Me llamaría al hotel.
Dos días permanecí reponiendo energías frente al ventanal. A lo lejos se desvanecía la bahía de Guanabara. Me embelesó la visión de la playa infinita. Por los altos edificios reconocí en un mapa a Ipanema. Más allá la Barra de Tijuca, la Piedra de la Gávea y centenares dealas delta planeando a su alrededor.  No bajé a la playa. No caminé por Copacabana. No salí de la habitación. Cuando el cuerpo me lo demandaba pedía un baurú. Desde un sillón frente al ventanal  pasaba el tiempo mirando el mar, la prolongada extensión de la orilla, los lejanos morros. La Piedra de la Gávea fue el centro del espectáculo. Esa infinidad de alas delta, cóndores de un  cerro tropical recordándome la visión infantil de un cóndor solitario que planeaba sobre la cumbre de un volcán andino. 
Chico me llamo muy temprano. Pasó a buscarme con su jeep al mediodía para ir a la playa de Ipanema. En el viaje, corto diálogo: Lo llevaré adonde a usted le interesa. Le agradezco, Beto le habrá contado. Si, hablamos largo. Para mí también es una experiencia de interesante.
Un tránsito infernal nos demoró más de una hora para llegar a la playa. En el trayecto recibí una clase teórica, minuciosa, magistral. No tuve mayores dificultades de comprensión, había pensado mucho la idea. Hacía falta más habilidad que esfuerzo. Saber aprovechar el impulso contrario, como en el jiu-jitsu. Mi adversario sería la naturaleza; sus fuerzas: el viento, las térmicas, la presión barométrica, la gravedad.  Aprovecharía con inteligencia a todas. Chico fue muy claro: sacar provecho de ellas sin esfuerzo, colgado muy cómodo en posición horizontal.  Ser un pájaro sobrevolando el espacio, dejarse invadir por un goce sensual, al borde de un orgasmo. Doblamos a mano izquierda, hacia la playa. En un claro del gentío nos detuvimos. Chico extendió telas, barras de aluminio, cabos, ganchos, cinturones de seguridad, y armó un  artefacto multicolor. Lo cubrió en partes con arena para evitar las consecuencias del viento. La calma del mediodía facilitó la tarea. Mientras tanto me enseñaba: Te cuelgas de aquí, pones los pies allí, te ajustas con esto. Te relajas. Todo lo que tendrás que hacer es aflojar las rodillas al tomar contacto con tierra. Lo demás será fácil, has navegado en veleros. Pregunta va, respuesta viene, pasamos el día. Bajo la sombra de un cocotero sostuvimos esta conversación:
-  El Beto me dijo que querías hacer algo imposible para tu edad.
-  ¿Vos qué pensás?
-  Pienso que me permitirás confirmar una sospecha. Serás el conejillo de la india ideal para un experimento. ¿Dónde encontrar otro conejo casi centenario?
Reí con ganas.
- Demostraremos –disfruté la pluralización- que en este deporte no hay límites de edad.
Al atardecer me llevó al hotel. Me recomendó descansar todo el día siguiente mentalizar las enseñanzas, imaginar situaciones, concentrarme en la experiencia que viviría. Me pasaría a buscar a las cinco de la tarde, el atardecer era la mejor hora. Fue puntual. Repasamos lo hablado ascendiendo a la Gávea. Desde la plataforma contemplé la infinitud del mar transformado en cielo sin horizonte. Vestí mi equipo mientras Chico armaba el pájaro. Con la ayuda de unos jóvenes, azorados, escépticos,  subí un peldaño. Escuché “este se mata”. Chico ajustó el aparejo a mis espaldas. El vacío bajo mis pies no me dio vértigo. Como me enseñó Chico miré a lo lejos, no hacia abajo. Algunas alas delta circunnavegaban entre las nubes vespertinas. Sentí la presión de las manos en mi espalda.
Salté.

lunes, 24 de febrero de 2014

OTORGO Y PIDO de Gastón Urdinarrain

     OTORGO Y PIDO


                                      Otorgo y pido
                                      comprensión y respeto
                                      una paz radiante
                                      un vivir austero   

                                      Otorgo  y pido
                                      un brazo sobre el hombro        
                                      una mirada viva
                                      la mejor sonrisa

                                      Otorgo y pido
                                      rescate del pasado
                                      jerarquía en el presente
                                      imaginación para el futuro

                                      Otorgo y pido
                                      la dimensión del alma
                                      la diversión del cuerpo
                                      y un fruto nuestro

                                      29/12/74


                            PASTOR URDINARRAIN   

lunes, 10 de febrero de 2014

TRES TRISTES LETRAS, de PASTOR URDINARRAIN

                                 
                   SONETILLO

                                              

Persigue mi mente ardiente                   

una mujer que no existe

y la búsqueda persiste

tenazmente.


Pero ante la sorprendente

advertencia que me hiciste

de ser un fantasma  triste

obstinado ciegamente


en una búsqueda vana

como un inconcluso cuento

ahora por la  mañana


a la mujer del momento

la despido en la ventana

con el viento.



AMORES DE CONVENTILLO


En los techos del conventillo

maúllan felinos amores

sobre piezas compartidas

y camas con más de dos


Cansados trabajadores

jadean sueños de vino y de tabaco

ajenos al amor

de estridentes cópulas

sobre las chapas de cinc. 


Reposan sobre los húmedos algodones

Aguardan el festín de la siesta del domingo. 


ABANDONO   


Tu mirada es siempre triste  

pensarás en otras cosas.

En otras cosas pensabas

cuando a la vuelta de la esquina

te encontré.


Dimos más de dos pasos,
pasaron veinte años,

tuvimos cuatro hijos, nos amamos,

nos toleramos, nos odiamos.


Ahora me parece que andás en otra cosa,

como yo en otras cosas ando.

Dicho así en argentino,

un idioma enaltecido por nosotros,

cualquiera entiende. Y vos me entendés

¿no es cierto?


Nuestro cansancio proviene

del esfuerzo por no lastimarnos

Está bien que así sea.

Usted disculpemé si la dejo

a la vuelta de la esquina.



PASTOR URDINARRAIN




                





lunes, 27 de enero de 2014

ESTO NO ES UN CUENTO, de PASTOR URDINARRAIN


Descendí a hasta la bahía del puerto por un camino transversal. Por los adoquines de la callejuela trastabillé hasta la costa, donde me encontré con aquél banco centenario de lapacho, sombreado por un ceibal. Frente al río, dos casas coloniales, rodeadas de juncos, sobrevivían los azotes de las sudestadas. Llegué hasta las ondas  barrosas del estuario. No estaba. 
-  Yo vine, ¿ella vendrá?

Marcela y yo, alcanzamos a nado este lugar hace treinta años, con nuestro último aliento. Era una noche de plenilunio ese martes del 30 de diciembre de 1982. El vendaval había tumbado nuestra balandra. Cuando la luna llena despejó las nubes, el viento amainó y el río recobró cordura. Dejamos a la deriva la barca y braceamos hasta hacer pié. 
-Tomá el timón, Marce, arriaré la vela.
-¿Bajarla? No entiendo, Rafa. Se viene la noche, quedaremos flotando en medio del río. Se ve la costa, estamos cerca. No le discuto capitán, venga la barra - por qué no intenta llegar al puerto de San Isidro, susurra Marcela.
-Prefiero esperar las primeras ráfagas a palo seco, después veremos. No te preocupes.
-Me preocupa otra cosa... - sujeta el timón en tanto su compañero salta y corre hasta el palo para arriar y adujar el paño con un cabo. El barco rola a merced de las ondas que lo cruzan de estribor a babor para desvanecerse en la ribera. Afirma la botavara con escota y driza, y como un felino salta junto a Marcela.
-¿Te preocupan tus hijos? 
-No dije mis hijos, me inquieta otra cosa.
-¿Puedo saber qué?
        
Manoteó una bolsa y los salvavidas, tomó del brazo a su compañera, la forzó a saltar.
-¡Al agua! - Dócil o atónita, se lanzó con él al río.
- ¡Edgardo! ¡Edgardo!, farfulló en el aire. 
-¡Sin nadar! ¡Ahorrar energías! La corriente y el noreste nos dejarán en la orilla. Aquí hay poca profundidad y es arcillosa. El agua está templada. Aferrate al salvavidas.
-Afuera del agua tendremos frío.
-En la madrugada.
-¡Empapados!!
-Nos sacaremos la ropa, nos abrazaremos entre los juncos. Con palmadas y masajes los cuerpos entrarán en calor. En la bolsa hay dos trajes de agua.
-¿Te parece?
-No me parece. Tampoco que pidamos auxilio en pelotas. 

Quedaron a la deriva, en silencio, a merced de la corriente. El frío de la noche les entumecía la cara. Los cuerpos, templados por el agua del río, incitaban a constantes chapuzones. El viento amainaba y rotaba al norte. Alguna estrella de primera magnitud, algún planeta, asomaba en el cielo. Comenzaba a clarear. Rafael conjeturó: es el instante propicio, cuando los navegantes aprovechan la coexistencia del astro y el horizonte para medir la altura con el sextante. El instante propicio del crepúsculo matutino. En veinte minutos habrá claridad, el sol comenzará a teñir el horizonte, vendrá la calma, el río en bajante nos acercará a la playa.
-Falta poco, Marce.
-¿Cuánto?
-Dos o tres horas, el sol nos abrigará.

Marcela no pudo despejar su mente del acoso fantasmal de Edgardo. Indagaba posibles explicaciones, la mentira más razonable. Una cosa es ocultar otra mentir nunca le mentí lo engañé bien no sospechó confía en mí soy una turrita no sé es por el bien de todos qué quilombo empezando por mí bien turra ¿llegaré o me salvaré?
Y el viento calmó y el sol despegó hasta alcanzar la mitad de su recorrido hasta el cenit. En silencio, los náufragos consternados rumiaban sus zozobras. Los juncos se erguían a lo largo de la costa. Rafael reconoció a lo lejos la farola de entrada del puerto de San Isidro. En silencio observó a Marcela. Miraba el fondo, su pelo esparcido dibujaba una extraña medusa. Cuando alzó la cabeza para respirar, se tranquilizó. Le devolvió la sonrisa que le entregó su compinche. 
-Hacemos pié.
-Yo no.
-Cuando pises, avanzá con cuidado, te daré la mano. El piso es fangoso, quizá tropecemos con alguna tosca, hay vidrios, hay latas. ¿Tenés las zapatillas, no?
-Sí.

Cuando alcanzaron la orilla -ni un alma a esa hora temprana- avanzaron hasta el juncal. Se desnudaron, tendieron la ropa al sol sobre los juncos. Pronto se durmieron abrazados. Fueron un solo cuerpo amalgamado por la providencia.
Me detengo, reflexiono cómo continuar el relato. He salido a la terraza y he regado las plantas. Repongo migas de pan en el plato que picotean los pájaros. Corro el toldo, me siento a la mesa con mi cuaderno y un vaso de vino. Sé que altero el canon que rige los cuentos. Un ripio impropio. Sin embargo, la literatura avanza con rupturas. Además, tengo cierta vocación de infractor. El relato ha llegado a un punto crítico. Hasta ahora sucedieron cosas. Cuando despierten los personajes ingresaremos en una faz de decisiones personales, puntos de vista disímiles, circunstancias existenciales incompatibles. Marcela, una mujer de 28 años, casada, con dos hijos, siete años de matrimonio. Rafael le dobla la edad, separado dos veces, tres hijos del primer matrimonio, dos del segundo, con desenfrenada vocación de aventuras en sus campos favoritos: la naturaleza y las mujeres. Supongo que Marcela se enamoró, y que para Rafael no es una aventura más: encontró la compañera a su medida con su vida ya hecha. O deshecha.
Delineo en el cuaderno ocurrencias para cuando despierten. El esbozo lo desarrollaré en el Word. Así es como escribo: primero rasguño en el papel, luego despliego electrónicamente. Al escribir de puño y letra, la mano sobre el papel trasmite sensaciones afectivas, serenan mi espíritu. Cuando golpeteo en el teclado, se crispa mi impaciencia, como la de quien redobla su desasosiego sobre la mesa. Esto escribí:
Primero despierta Rafael, otea sobre los juncos, reconoce a mil metros la escollera del puerto, su baliza, las chatas saliendo del río Lujan, la boyas del canal costanero, cincuenta metros de limo desnudados por la bajante, la soledad. No divisa el velero, el sol encandila, ¿se habrá hundido, lo atropelló alguna barcaza? Le arde la mitad del cuerpo. La desnudez dorsal de Marcela semeja un camarón, salvo los hombros protegidos por el brazo de Rafael. Comprueba que la ropa se ha secado, cubre a Marcela para protegerla del sol. Cavila. Ese nombre, Edgardo, ¿quien es Edgardo?, ¿un amante?, ¿una nueva amistad? Su marido la abandonó hace tres años, nunca mencionó su nombre, ni lo volvió a ver, se fue con otra le dijeron, está en España, jamás preguntó por sus hijos, ni pasó alimentos. ¿Edgardo? No le preguntaré nada. Haré como que no oí. Si hay trampa, me facilita. Esa llamita, ese inicial pelotudo amor mío, se extinguirá.

-¡Vamos! ¡A despertar!
-Mmmmmmm...
-¡No perdamos tiempo!
-¿Dónde estamos?
-Estamos vivos.
-¡Me arde el cuerpo!
-Vestite.

Marcela toma el traje de agua, protesta. Rafael, mientras se pone el suyo, le explica que no hay otra ropa. Se calzan las zapatillas, comentan el calor producido por el traje de plástico amarillo, parecen divertirse mirándose uno a otro, Rafael dice que investigará la zona, que lo espere. Marcela se sienta en posición budista. Medita cómo explicarles a los chicos su aparición al día siguiente, el último día del año, con esta facha. Ojalá estén solos o con mi hermana. Dios quiera que no hayan llamado a ese Edgardo. ¿Y después? Rodaron gotas por la cara de Marcela, lágrimas entremezcladas con el sudor.

*

Lectores: Dirán que el relato está inconcluso. Así es. Adrede, lo dejo sin finalizar. No siempre es necesario desarrollar una historia de cabo a rabo. No todo empieza y termina. La realidad es inconsecuente. También nuestra fantasía. Confieso haber querido brindarles la oportunidad de que lo abrochen, cada uno a su manera. Habrá así múltiples cuentos, tantos como los imaginados por ustedes.

PASTOR URDINARRAIN  

miércoles, 22 de enero de 2014

¡AH MAR!, de PASTOR URDINARRAIN


Amo al mar, útero de donde procedemos
los habitantes del planeta Tierra, dijeron los sabios.
Lo amo, confío en los sabios  y  creo en la ciencia
y malicio de profetas que apelan a la fe y nos dicen no preguntes
y  nos ordenan  creer a hombres de quienes recelamos.
Creo en la esperanza, espero.
Creo en la razón, razono.
Venero a la madre que nos parió,
al útero, no a la  costilla,  no al  relato, sí a las aguas
que cubrían al planeta, sí a  la evolución de las especies.
Creo en Darwin, no en Sidharta, no en Mahoma, no en Mateo.
Amo al mar, mi mar, el mar nuestro de cada día.
Recuso la Fe, apuesto por la Esperanza, abrazo la Caridad.
Virtudes humanas, no mandatos teológicos.
Amo al mar. Creo en el mar. El mar, espacio de especies,
de vientos francos,  de proas ceñidas, de pescas,
donde las tormentas estallan y  reposan los navegantes.
Al mar que no abriga a mezquinos  patrones
responsables de sillas vacías en mesas familiares.
No es culpable el mar, respeta al marino si es respetado.

Amo al mar
donde barrené olas
rescaté náufragos
topé ballenas
y surqué con orcas
y me acecharon barracudas
y nadé entre corales
y peces de colores
y forniqué en aguas calmas amarrado a mi barco
y coseché amistades
y compartí el vino
y guisos demorados en ollas porque mañana saben mejor.
¡Ah, mar!

PASTOR URDINARRAIN (86)




lunes, 23 de diciembre de 2013

EL MUDO

Igarreta murió a los 33 en su cruz de sufrimientos. Tuvo infancia feliz, hasta que su voz cambió siendo potrillo. El vago Morelli, un lungo de última fila le colgó el sambenito: Lily Pons, por su voz e flautín. En la cruz pronunció como Cristo sólo dos palabras. Las suyas fueron “seré mudo”. Resucitó al tercer día con la sonrisa que lo acompañó para siempre, con su mote: El mudo.