Descendí
a hasta la bahía del puerto por un camino transversal. Por los adoquines de la
callejuela trastabillé hasta la costa, donde me encontré con aquél banco
centenario de lapacho, sombreado por un ceibal. Frente al río, dos casas
coloniales, rodeadas de juncos, sobrevivían los azotes de las sudestadas.
Llegué hasta las ondas barrosas del estuario. No estaba.
-
Yo vine, ¿ella vendrá?
Marcela
y yo, alcanzamos a nado este lugar hace treinta años, con nuestro último
aliento. Era una noche de plenilunio ese martes del 30 de diciembre de 1982. El
vendaval había tumbado nuestra balandra. Cuando la luna llena despejó las
nubes, el viento amainó y el río recobró cordura. Dejamos a la deriva la barca
y braceamos hasta hacer pié.
-Tomá
el timón, Marce, arriaré la vela.
-¿Bajarla?
No entiendo, Rafa. Se viene la noche, quedaremos flotando en medio del río. Se
ve la costa, estamos cerca. No le discuto capitán, venga la barra - por qué no
intenta llegar al puerto de San Isidro, susurra Marcela.
-Prefiero
esperar las primeras ráfagas a palo seco, después veremos. No te preocupes.
-Me
preocupa otra cosa... - sujeta el timón en tanto su compañero salta y corre
hasta el palo para arriar y adujar el paño con un cabo. El barco rola a merced
de las ondas que lo cruzan de estribor a babor para desvanecerse en la ribera.
Afirma la botavara con escota y driza, y como un felino salta junto a Marcela.
-¿Te
preocupan tus hijos?
-No
dije mis hijos, me inquieta otra cosa.
-¿Puedo
saber qué?
Manoteó
una bolsa y los salvavidas, tomó del brazo a su compañera, la forzó a saltar.
-¡Al
agua! - Dócil o atónita, se lanzó con él al río.
-
¡Edgardo! ¡Edgardo!, farfulló en el aire.
-¡Sin
nadar! ¡Ahorrar energías! La corriente y el noreste nos dejarán en la orilla.
Aquí hay poca profundidad y es arcillosa. El agua está templada. Aferrate al
salvavidas.
-Afuera
del agua tendremos frío.
-En
la madrugada.
-¡Empapados!!
-Nos
sacaremos la ropa, nos abrazaremos entre los juncos. Con palmadas y masajes los
cuerpos entrarán en calor. En la bolsa hay dos trajes de agua.
-¿Te
parece?
-No
me parece. Tampoco que pidamos auxilio en pelotas.
Quedaron
a la deriva, en silencio, a merced de la corriente. El frío de la noche les
entumecía la cara. Los cuerpos, templados por el agua del río, incitaban a
constantes chapuzones. El viento amainaba y rotaba al norte. Alguna estrella de
primera magnitud, algún planeta, asomaba en el cielo. Comenzaba a clarear.
Rafael conjeturó: es el instante propicio, cuando los navegantes aprovechan la
coexistencia del astro y el horizonte para medir la altura con el sextante. El
instante propicio del crepúsculo matutino. En veinte minutos habrá claridad, el
sol comenzará a teñir el horizonte, vendrá la calma, el río en bajante nos
acercará a la playa.
-Falta
poco, Marce.
-¿Cuánto?
-Dos
o tres horas, el sol nos abrigará.
Marcela
no pudo despejar su mente del acoso fantasmal de Edgardo. Indagaba posibles
explicaciones, la mentira más razonable. Una cosa es ocultar otra mentir nunca
le mentí lo engañé bien no sospechó confía en mí soy una turrita no sé es por
el bien de todos qué quilombo empezando por mí bien turra ¿llegaré o me
salvaré?
Y el
viento calmó y el sol despegó hasta alcanzar la mitad de su recorrido hasta el
cenit. En silencio, los náufragos consternados rumiaban sus zozobras. Los
juncos se erguían a lo largo de la costa. Rafael reconoció a lo lejos la farola
de entrada del puerto de San Isidro. En silencio observó a Marcela. Miraba el
fondo, su pelo esparcido dibujaba una extraña medusa. Cuando alzó la cabeza
para respirar, se tranquilizó. Le devolvió la sonrisa que le entregó su
compinche.
-Hacemos
pié.
-Yo
no.
-Cuando
pises, avanzá con cuidado, te daré la mano. El piso es fangoso, quizá
tropecemos con alguna tosca, hay vidrios, hay latas. ¿Tenés las zapatillas, no?
-Sí.
Cuando
alcanzaron la orilla -ni un alma a esa hora temprana- avanzaron hasta el
juncal. Se desnudaron, tendieron la ropa al sol sobre los juncos. Pronto se
durmieron abrazados. Fueron un solo cuerpo amalgamado por la providencia.
Me
detengo, reflexiono cómo continuar el relato. He salido a la terraza y he
regado las plantas. Repongo migas de pan en el plato que picotean los pájaros.
Corro el toldo, me siento a la mesa con mi cuaderno y un vaso de vino. Sé que
altero el canon que rige los cuentos. Un ripio impropio. Sin embargo, la
literatura avanza con rupturas. Además, tengo cierta vocación de infractor. El
relato ha llegado a un punto crítico. Hasta ahora sucedieron cosas. Cuando
despierten los personajes ingresaremos en una faz de decisiones personales,
puntos de vista disímiles, circunstancias existenciales incompatibles. Marcela,
una mujer de 28 años, casada, con dos hijos, siete años de matrimonio. Rafael
le dobla la edad, separado dos veces, tres hijos del primer matrimonio, dos del
segundo, con desenfrenada vocación de aventuras en sus campos favoritos: la
naturaleza y las mujeres. Supongo que Marcela se enamoró, y que para Rafael no
es una aventura más: encontró la compañera a su medida con su vida ya hecha. O
deshecha.
Delineo
en el cuaderno ocurrencias para cuando despierten. El esbozo lo desarrollaré en
el Word. Así es como escribo: primero rasguño en el papel, luego despliego
electrónicamente. Al escribir de puño y letra, la mano sobre el papel trasmite
sensaciones afectivas, serenan mi espíritu. Cuando golpeteo en el teclado, se
crispa mi impaciencia, como la de quien redobla su desasosiego sobre la mesa.
Esto escribí:
Primero
despierta Rafael, otea sobre los juncos, reconoce a mil metros la escollera del
puerto, su baliza, las chatas saliendo del río Lujan, la boyas del canal
costanero, cincuenta metros de limo desnudados por la bajante, la soledad. No
divisa el velero, el sol encandila, ¿se habrá hundido, lo atropelló alguna
barcaza? Le arde la mitad del cuerpo. La desnudez dorsal de Marcela semeja un
camarón, salvo los hombros protegidos por el brazo de Rafael. Comprueba que la
ropa se ha secado, cubre a Marcela para protegerla del sol. Cavila. Ese nombre,
Edgardo, ¿quien es Edgardo?, ¿un amante?, ¿una nueva amistad? Su marido la
abandonó hace tres años, nunca mencionó su nombre, ni lo volvió a ver, se fue
con otra le dijeron, está en España, jamás preguntó por sus hijos, ni pasó
alimentos. ¿Edgardo? No le preguntaré nada. Haré como que no oí. Si hay trampa,
me facilita. Esa llamita, ese inicial pelotudo amor mío, se extinguirá.
-¡Vamos!
¡A despertar!
-Mmmmmmm...
-¡No
perdamos tiempo!
-¿Dónde
estamos?
-Estamos
vivos.
-¡Me
arde el cuerpo!
-Vestite.
Marcela
toma el traje de agua, protesta. Rafael, mientras se pone el suyo, le explica
que no hay otra ropa. Se calzan las zapatillas, comentan el calor producido por
el traje de plástico amarillo, parecen divertirse mirándose uno a otro, Rafael
dice que investigará la zona, que lo espere. Marcela se sienta en posición
budista. Medita cómo explicarles a los chicos su aparición al día siguiente, el
último día del año, con esta facha. Ojalá estén solos o con mi hermana. Dios
quiera que no hayan llamado a ese Edgardo. ¿Y después? Rodaron gotas por la
cara de Marcela, lágrimas entremezcladas con el sudor.
*
Lectores:
Dirán que el relato está inconcluso. Así es. Adrede, lo dejo sin finalizar. No
siempre es necesario desarrollar una historia de cabo a rabo. No todo empieza y
termina. La realidad es inconsecuente. También nuestra fantasía. Confieso haber
querido brindarles la oportunidad de que lo abrochen, cada uno a su manera.
Habrá así múltiples cuentos, tantos como los imaginados por ustedes.
PASTOR URDINARRAIN