miércoles, 23 de abril de 2014

CHICO, de PASTOR URDINARRAIN

Cuando joven suponía inalcanzable la edad que hoy tengo. Celebrar el ingreso al siglo XXI fue mi obsesiva esperanza, es decir sobrepasar en veinte días  los setenta y tres años. En aquel tiempo ya superar los setenta era infrecuente. Mi edad y el tiempo que viviría fueron mis angustias existenciales congénitas.  Cuando aún balbuceaba acosaba a los mayores preguntando: ¿Ocho es mucho? Eludían mi respuesta, por no entenderme o por lo abstracto de la pregunta. Quienes me entendían –y atendían- repreguntaban ¿Ocho qué? Mi respuesta repetida, lacónica, fue siempre “Ocho”. Me hice fama de niño raro. Al llegar a la edad de la razón no pregunté más si ocho era mucho. Reprimí el foco mi intriga hasta la adolescencia. La libido y la filosofía irrumpieron en mi cotidianeidad de la mano.  La biblioteca de mi padre me nutrió con los primeros conocimientos. Un libro de Bergson me iluminó. La cifra doblaba mi edad. Para los mayores era poco. No me había llegado el momento para reflexionar sobre la relatividad del tiempo. En mi familia pocos vivieron más de setenta años. En aquel tiempo la gente se moría entre los cuarenta y los setenta. La sífilis, la tuberculosis y los síncopes cardíacos fueron las principales causas. Hoy sé que varios de mis  ancestros pasaron a mejor vida sifilíticos a los cuarenta años. Mi familia nunca lo reconoció. “Murió del corazón” susurraban en los velorios. El HIV no fue, no pudo ser, un problema para mí.
Estas cavilaciones me acompañaron buena parte del viaje a Río de Janeiro al ritmo del traqueteo de un ómnibus inconfortable. Que viajara en esas condiciones un viejo de mi edad de pasado esplendor y limitados recursos actuales, no fue por el mero capricho de alcanzar  un escenario extraño e inalcanzable, fue por esa compulsión innata de eterna juventud que siempre me dominó. Cuando fui joven tuve plena conciencia de ser joven. Cuidé mi divino tesoro mientras mis amigos lo derrochaban en todo tipo de lujurias. No bebí alcohol, no fumé, no cometí excesos alimentarios. Controlaba mi peso y la calidad de mis alimentos. No caí en la tentación de drogarme. Hice deportes. Fui mujeriego. Cuidadosamente mujeriego. No putañero. Me casé tres veces, tuve cinco hijos.
En el viaje me relacioné con mi compañero de asiento, un joven carioca de la edad de mis nietos menores. Se llamaba Beto. Le conté mi proyecto y le pregunté si podía ayudarme. Me escuchó atentamente, azorado. Me interrumpió:
-  Usted señor desvaría um poquitinho.
- ¿Por querer hacer algo que nunca pude? ¿Por seguir soñando despreocupado del lastre de mis años? ¿Debo contemplar con la angustia de lo inalcanzable a los jóvenes que practican nuevos deportes que yo haría si tuviera la edad de ellos?
- Usted habrá sido un gran deportista, asuma que hoy es un viejo. Su tiempo ya pasó.
- Hoy mis fuerzas no me permitirían practicar surf, o kite o windsurf, o tirarme en paracaídas.  
- Obvio, ¿cuántos años tiene usted?
- Voy a cumplir noventa y tres.
- Representa muchos menos. A esa edad debería olvidarse de practicar deportes, cualquier tipo de deporte. Se lo digo amistosamente, usted me cae bien.
- Podrías ayudarme a lograr el último gran gusto de mi vida. Un proyecto racional, aunque parezca descabellado. Alineado con lo que fui y estimo poder seguir siendo. No padezco locura senil.
Le conté la idea. Argumenté mis razones. Aclaré que no planeaba un suicidio. Perseguía seguir viviendo con plenitud, festejar cien años de vida, habiendo realizado lo que tenía en la cabeza. Mi obsesión.    
Beto mantuvo un largo silencio interrumpido para decirme:
- Tengo un amigo en Ipanema que podría ayudarlo. Se llama Chico.
En la terminal nos dimos un fuerte abrazo. Al despedirme me dijo, con simpatía, que yo era bastante maluco. Me prometió hablar con Chico. Me llamaría al hotel.
Dos días permanecí reponiendo energías frente al ventanal. A lo lejos se desvanecía la bahía de Guanabara. Me embelesó la visión de la playa infinita. Por los altos edificios reconocí en un mapa a Ipanema. Más allá la Barra de Tijuca, la Piedra de la Gávea y centenares dealas delta planeando a su alrededor.  No bajé a la playa. No caminé por Copacabana. No salí de la habitación. Cuando el cuerpo me lo demandaba pedía un baurú. Desde un sillón frente al ventanal  pasaba el tiempo mirando el mar, la prolongada extensión de la orilla, los lejanos morros. La Piedra de la Gávea fue el centro del espectáculo. Esa infinidad de alas delta, cóndores de un  cerro tropical recordándome la visión infantil de un cóndor solitario que planeaba sobre la cumbre de un volcán andino. 
Chico me llamo muy temprano. Pasó a buscarme con su jeep al mediodía para ir a la playa de Ipanema. En el viaje, corto diálogo: Lo llevaré adonde a usted le interesa. Le agradezco, Beto le habrá contado. Si, hablamos largo. Para mí también es una experiencia de interesante.
Un tránsito infernal nos demoró más de una hora para llegar a la playa. En el trayecto recibí una clase teórica, minuciosa, magistral. No tuve mayores dificultades de comprensión, había pensado mucho la idea. Hacía falta más habilidad que esfuerzo. Saber aprovechar el impulso contrario, como en el jiu-jitsu. Mi adversario sería la naturaleza; sus fuerzas: el viento, las térmicas, la presión barométrica, la gravedad.  Aprovecharía con inteligencia a todas. Chico fue muy claro: sacar provecho de ellas sin esfuerzo, colgado muy cómodo en posición horizontal.  Ser un pájaro sobrevolando el espacio, dejarse invadir por un goce sensual, al borde de un orgasmo. Doblamos a mano izquierda, hacia la playa. En un claro del gentío nos detuvimos. Chico extendió telas, barras de aluminio, cabos, ganchos, cinturones de seguridad, y armó un  artefacto multicolor. Lo cubrió en partes con arena para evitar las consecuencias del viento. La calma del mediodía facilitó la tarea. Mientras tanto me enseñaba: Te cuelgas de aquí, pones los pies allí, te ajustas con esto. Te relajas. Todo lo que tendrás que hacer es aflojar las rodillas al tomar contacto con tierra. Lo demás será fácil, has navegado en veleros. Pregunta va, respuesta viene, pasamos el día. Bajo la sombra de un cocotero sostuvimos esta conversación:
-  El Beto me dijo que querías hacer algo imposible para tu edad.
-  ¿Vos qué pensás?
-  Pienso que me permitirás confirmar una sospecha. Serás el conejillo de la india ideal para un experimento. ¿Dónde encontrar otro conejo casi centenario?
Reí con ganas.
- Demostraremos –disfruté la pluralización- que en este deporte no hay límites de edad.
Al atardecer me llevó al hotel. Me recomendó descansar todo el día siguiente mentalizar las enseñanzas, imaginar situaciones, concentrarme en la experiencia que viviría. Me pasaría a buscar a las cinco de la tarde, el atardecer era la mejor hora. Fue puntual. Repasamos lo hablado ascendiendo a la Gávea. Desde la plataforma contemplé la infinitud del mar transformado en cielo sin horizonte. Vestí mi equipo mientras Chico armaba el pájaro. Con la ayuda de unos jóvenes, azorados, escépticos,  subí un peldaño. Escuché “este se mata”. Chico ajustó el aparejo a mis espaldas. El vacío bajo mis pies no me dio vértigo. Como me enseñó Chico miré a lo lejos, no hacia abajo. Algunas alas delta circunnavegaban entre las nubes vespertinas. Sentí la presión de las manos en mi espalda.
Salté.