miércoles, 28 de diciembre de 2011

LADY STRACHEY

 LADY STRACHEY

Usted señora me hace gracia qué quiere que le diga admito que usted no es estúpida no me hubiera convocado para esta tarea no hay otra razón para aventar de plano la evidencia de su estupidez perdóneme qué pretende que reconozca en usted algún hálito de respetable sensatez la sombra de algún valor humano quiere que convenza a los otros que es una matrona victoriana pura como un lirio de sencillez solemne y majestuoso honor no se ilusione no insinuaré en mi obra sabidurías que no tiene que no podría tener ni aunque fuera una matrona victoriana pero digamos quizá podría sugerir en su gesto que es usted capaz de enseñarnos buenas costumbres o modales ejemplares como si usted no se comiera las uñas o estornudara con estruendo como si no fuera capaz de emitir emanaciones hediondas que llegan hasta mí pese a la distancia que nos separa no siempre silenciosas usted procura si bien en mandato tácito que yo insinúe que predica moral por convicción y dando ejemplo pero yo la he visto castigar a su pequeña hija pegándole en las manitas porque se ha rascado alguna picazón genital y me pregunté qué le haría a la pobre criatura si la sorprendiera comiéndose los mocos perdóneme si procura algo así va muerta porque yo soy tan inglés como usted exhibo cánones para el prójimo pero por dentro no me dejo engañar sé como somos y no me presto al juego soy capaz de asombrosas sutilidades gracias a que nací en estas islas haré todo lo que usted me pide y me sugiere porque no voy a despreciar el montón de libras esterlinas que me pagará su amante mostraré bellezas que usted no tiene habrá elegancia en su porte deslumbrarán sus joyas y los pliegues de su falda de terciopelo insinuarán sensualidades en los muslos que ocultan y sus pechos provocarán deseos hasta en las masculinidades más atenuadas todo eso lo verán usted y los otros y su amante no dudará en entregarme esterlinas contantes y sonantes yo sin ser Leonardo que supo con maestría irrepetible imprimir en una leve sonrisa ternuras y bondades en el impávido rostro de Mona Lisa yo con el mismo atisbo de un ligero gesto trasmitiré un guiño claro e irrefutable de que usted es una soberana hija de puta perdóneme Lady Strachey que se lo diga en el idioma de los argentinos como me enseñó tío William al volver de allá lejos y hace tiempo y quédese quieta y tenga paciencia que el retrato que le estoy pintando lamentablemente no se termina en un día

Pensaba Duncan Grant, entre pincelada y pincelada.

viernes, 9 de diciembre de 2011

DE DONDE VIENEN EL SOL Y LA LUNA

DE DONDE VIENEN EL SOL Y LA LUNA

“Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba sentado allí, aguardando una revelación. Se levantó una brisa agradable y fresca que templó mi ansiedad. Soy montañés. Había bajado a la playa para conocer el mar. Mi abuelo fue marinero y me habló de él, por primera vez, antes de que yo fuera a la escuela. El mar se me representaba como un ogro barbudo, de larga y encrespada melena y mofletes sopladores. A los niños les cuentan siempre historias de terror. Mi abuelo no fue la excepción,. Me hablaba de piratas malvados y caníbales que se comían a los náufragos. El viejo me entregaba libros con historias de mares y marineros y de barcos y batallas navales, que yo devoraba uno tras otro. Cuando el abuelo murió, como premio al heredero de sus pasiones, que a escondidas borroneaba cuadernos con historias, me dejó su biblioteca. Gozaba inventando relatos náuticos, pero mi padre no me dejaba escribir. Tuve una visión libresca del mar, de allí mi obsesión por conocerlo. Nunca me llegaba el momento de bajar a la playa cantábrica, a pocos kilómetros, para encontrarme con él. Lo primero que me llegó del mar, siendo yo un niño, fue un pescado cubierto de sal transitando por el pueblo en un carro. Era un gigantesco pez espada traído por Don Basilio para venderlo en su pescadería. Era tan grande que su cabeza reposaba en el pescante y su espada parecía amenazarnos mientras un ojo nos miraba con cara de pocos amigos. ¿Qué bicho es éste? Un pescado. ¿En qué río nada semejante monstruo? Viene del mar. Las respuestas del pueblo acrecentaron mi intriga.
“Transcurrió el tiempo. Mis obligaciones escolares; el mandato paterno de cortar leña para ayudar al sustento del hogar; el matrimonio con la Pascuala, de poco folgar y joder eficiente (ocho cópulas, ocho hijos), la obligación de alimentarlos y educarlos, la oposición de la Pascuala, postergaban mi quimera. ¡Qué vas a ir a visitar la mar si aún no conoces a mis hermanos! Crecí con la compulsión de ser responsable Como uno debe ser, no como le vengan las ganas. Te bloqueas con imperativos categóricos, apuntaba Don Aureliano, el dueño del comedor del pueblo que leía a los filósofos. Yo repetía como un loro: “me bloquean los imperativos categóricos”, mientras bebía mis chacolíes, uno tras otro, hasta que Don Aure cerraba la fonda y me acompañaba a casa, porque era una buena persona y mi mejor amigo. Contenía las bofetadas que me daba la Pascuala frente a mis hijos, acusándome de borracho. Era injusto. Yo no era un borracho, solo un mero tomador que calmaba sus angustias obsesionado por el recuerdo de unos versos de Espronceda memorizados en la escuela. No me interesaba aún la poesía. La maestra me eligió, por ser afinado, para canturrear unas estrofas musicalizadas para la fiesta de fin de año. Y por mi voz de tenor castrati. Esos versos me encendieron imágenes y fantasías imborrables, instaladas para siempre en mi cerebro, y clavaron en mi corazón la flecha de la pasión por el mar.
“Por las noches me preguntaba: ¿Serán de plata y azul las olas del mar? ¿Qué hace allí la luna que por aquí asoma de entre las montañas? Y entonaba los versos en voz baja, porque cantar me gusta y la voz me fluye de la garganta con la pureza de un flautín.
“Un sentimiento trágico de la vida -tan nuestro- y cierto disfrute por la humillación y el maltrato del más débil - para nada ajeno a nuestra identidad- anidaron en mi memoria hasta hoy. Y los he repetido hasta el cansancio:
Y si caigo
¿qué es la vida?
por perdida
ya la di
cuando el yugo
de mi esclavo
como un bravo
sacudí.

“Al atardecer de un viernes dije basta. Bajé al pueblo, apurando mi paso en el abrupto sendero, al encuentro de mi amigo Aureliano que desciende a Santander los fines de semana, y lo comprometí para que me llevara hasta la orilla del mar. Le dije: ¡He mandado al diablo a la familia! Mañana cumplo cincuenta años y España tiene rey. Es hora de que conozca el mar. Llévame contigo esta tarde y déjame en un lugar donde lo pueda contemplar. Aureliano prometió llevarme a lo alto de un peñasco de Laredo, ‘donde el mar te circunda como si flotaras en él’. Me subió a la grupa de un mulo hasta la cima, ¡Siéntate y aguarda!, gruñó, mientras pegaba media vuelta y desaparecía en la negrura de la noche húmeda, en la oquedad absoluta de unas tinieblas que me impedían toda visión y difundían rumores que llegaban hasta mí con gemidos monótonos y constantes. Cuando amaneció, quedé extasiado y sorprendido. Corridos los velos de sombras y neblinas, teñido de reflejos rosados, conocí el mar. Me he quedado todo el día contemplando extasiado el infinito valle azul. Y sorprendido cuando vi al sol, sobre mi hombro derecho, salir detrás del horizonte y no de entre las montañas. A lo largo del día contemplé su camino por el cielo, hasta hundirse de nuevo en el mar, sobre mi hombro izquierdo. Y he visto también a la luna salir del mar y hacer el mismo recorrido remontando el cielo como un inmenso globo rojo, que emblanquece hasta alcanzar las cimas donde yo siempre la veía asomar y desaparecer. Como el sol.
“Descendí hasta la playa y caminé descalzo sobre la arena. Me mojé los pies en la espuma y descubrí que el mar es salado y frío, muy frío. Aquí me quedo. Éste es mi lugar. Nunca más volveré a mi pueblo. Me encontré con un grupo de pescadores, les ayudé a tender sus redes, cené con ellos una mariscada de órdago, cocochas y bacalao. Bebimos vino de bota y jugamos al mus. Y esa noche me brindaron abrigo en una barca. Me quedé con ellos, como desde siempre. No me sentí incorporado, nunca estuve en otro lugar. Salí a la madrugada para alta mar. Ayudé a envergar las velas. Preparé sedales con anzuelos. Cuando la costa desapareció de nuestra vista, arrojamos las redes y encarnamos los anzuelos. La pesca diaria había comenzado. Yo, a vivir.
“Volvimos al tercer día. Recibí mi paga y me albergué en una posada de Laredo. Aquí me arraigué. Yo fui otro, en otro tiempo. Ya tengo sesenta y cinco años y llegó el tiempo de retirarme. El frío, el viento, el sol, han lacerado mi cuerpo. Pero mi alma está plena como nunca. En la cabaña que habito en la playa de Laredo vivo solo. No solo, que va, me acompañan los libros del abuelo, que leo y releo. Melville, Conrad y London son mis mejores amigos. Borroneo cuadernos mintiendo historias que leería a mis nietos que están allí, en esas montañas. Supongo, porque nunca volví”.
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Esta historia cayó de entre las páginas de la novela Aurora Roja, cuando acomodaba en mi biblioteca de Buenos Aires libros traídos de España. Argentina quemaba los últimos cartuchos del último festival. Resolví gastar mis ahorros ante de que me los confiscaran. Decidí viajar a España para conocer el pueblo de Forúa, desde donde emigraron mis ancestros. Hoy es un municipio de Viscaya de pocos habitantes, que nada me dijo. Sí, el País Vasco, que recorrí en un viaje minucioso desde la Montaña Alavesa y las alturas del Aitxuri, hasta la costa del Cantábrico, amistándome con su gente. En la Feria del Libro Viejo de Santander compré un lote en oferta para traer, desde mi terruño ancestral, algunos libros para mi biblioteca. Me atrajo la temática expuesta: Relatos del mar. Entre ellos estaba el libro de Pío Baroja. Por uno de esos asombrosos avatares de la vida, el texto cayó a mis píes cuando apartaba el libro para regalarlo, porque Pío Baroja no es santo de mi devoción. ¡Y el azar me entregó este inolvidable relato de amor al mar, escrito en la lengua de mi propia sangre. No llevaba firma, ni fecha. Ni las páginas ajadas, arrancadas de un cuaderno, delataban otra circunstancia, salvo que fueron escritas hace muchos años, por un aldeano de la tierra vasca. En el Centro Laurak-Bar nos llevó bastante tempo descifrar la ilegible grafía del manuscrito, y traducirlo. No fue una tarea ingrata. Mucho menos alimentada con chipirones en su tinta y desafíos en el frontón.
Rafael Beláustegui